A las 10,30 de la mañana Benedicto XVI celebró su tradicional encuentro para la Audiencia General, en el Aula Pablo VI del Vaticano. En esta ocasión la Catequesis de Su Santidad ha sido dedicada a la oración de Jesús en la Última Cena, con la institución del sacramento de la Eucaristía.
En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús presentada en los Evangelios, Benedicto XVI ha dedicado su meditación de hoy al momento particularmente solemne de su oración en la Última Cena describiendo como fondo temporal y emocional del banquete en el cual Jesús se despide de sus amigos, la inminencia de su muerte que Él siente muy cercana.
Hacía largo tiempo que Jesús había iniciado a hablar de su pasión, buscando también de hacer partícipes cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Santo Padre recordó en su catequesis en italiano que el Evangelio según San Marcos narra que desde el inicio del viaje hacia Jerusalén, en las aldeas de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús “comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días”. Además por aquellos días en los que se preparaba para despedirse de los discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por el aproximarse de la Pascua, es decir del memorial de la liberación de Israel de Egipto.
De esta manera la Última Cena se inserta en este contexto, pero con una novedad de fondo que el Papa ha explicado: Jesús mira su Pasión, Muerte y Resurrección estando plenamente consciente. Él quiere vivir esta cena con sus discípulos, con un carácter del todo especial y diverso de los demás convites: es su Cena, y en ella hace entrega de algo totalmente nuevo: de Sí mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección. (PLJR - RV)
TEXTO CATEQUESIS Y SALUDOS DEL PAPA EN ESPAÑOL
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera hablar hoy sobre la oración de Jesús en la Última Cena, en la que Él celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección, se entrega a sí mismo a sus discípulos e instituye el sacramento de la Eucaristía.
La gran oración del Señor, que se expresa con sus gestos y palabras sobre el pan y el vino, comprende una doble dimensión. El agradecimiento y la alabanza que sube al Padre, es también bendición. La ofrenda presentada baja hasta el hombre santificada por el Omnipotente. La Iglesia, por mandato de Jesús, repite esta oración en las palabras de la consagración con las que el pan y del vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Así, cada uno de nosotros, participando en la Eucaristía, alimentándonos de esas especies, unimos nuestra oración a la de Cristo, para que nuestra vida no se pierda, y no obstante nuestra debilidad, se vea totalmente transformada.
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Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a participar con fe y devoción en la Eucaristía, a unirse más profundamente a la ofrenda de alabanza y bendición de Jesús al Padre, y así poder trasformar vuestra cruz en sacrificio libre y responsable, en amor a Dios y a los hermanos. Muchas gracias.
CATEQUESIS COMPLETA
Queridos hermanos y hermanas,
en nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, presentada en los Evangelios, hoy quisiera meditar sobre el momento, particularmente solemne, de la oración en la Última Cena. La escena temporal y emocional del banquete en el que Cristo se despide de sus amigos, esta marcada por la inminencia de su muerte, que Él siente ya muy cerca. Desde hacía mucho tiempo, Jesús había hablado de su pasión, tratando también de implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio de Marcos nos dice que desde el inicio de su viaje a Jerusalén, en los pueblos de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había empezado “a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días” (Mc 8,31).
Además, precisamente en los días en que se estaba preparando para despedirse de los discípulos, la vida de la gente del pueblo estaba marcada por la proximidad de la Pascua, es decir, en recuerdo de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y para el futuro, se hacía viva en las celebraciones familiares de la Pascua. La Última Cena se inserta en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira a su Pasión, Muerte y Resurrección, siendo plenamente consciente de ello. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos, con un carácter totalmente especial y diferente a los otros banquetes; es Su Cena, en la cual trae Algo totalmente nuevo: Él mismo. De esta manera, Jesús celebra su Pascua, que anticipan su Cruz y su Resurrección.
Esta novedad se pone en evidencia en la cronología de la Última Cena en el Evangelio de San Juan, que no la describe como la cena pascual, porque Jesús quiere marcar el comienzo de algo nuevo, celebrar su Pascua, relacionada con los acontecimientos del Éxodo. Y para Juan, Jesús murió en la cruz en el momento mismo en que, en el templo de Jerusalén, los corderos de la Pascua venían sacrificados.
¿Cuál es entonces la esencia de esta cena? Son los gestos de la fracción del pan, de su distribución a los suyos, y el compartir el cáliz de vino con las palabras que los acompañan, y en el contexto de oración en los que se colocan: es la institución de la Eucaristía, que es la gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero veamos más de cerca este momento.
En primer lugar, las tradiciones del Nuevo Testamento de la institución de la Eucaristía (cf. 1 Co 11:23-25, Lc 22, 14-20, Marcos 14:22-25, Mateo 26:26-29), indican que la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. Pablo y Lucas hablan de la Eucaristía / acción de gracias: “tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos” dice Lucas (Lc 22,19).
Marcos y Mateo, en cambio, subrayan el aspecto: “Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos” (Mc 14:22). Los dos términos griegos eucaristeìn y eulogein se refieren a la berakha judía, es decir, a la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición de Israel, que inauguraba las grandes fiestas. Las dos distintas palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y complementarias de esta oración. La berakha, de hecho, es ante todo acción de gracias y alabanza que se eleva a Dios por el don recibido: en la Última Cena de Jesús, se trata del pan -elaborado del trigo que Dios hace germinar y crece de la tierra - y del vino producido a partir del fruto de la vid madurada. Esta oración de alabanza y acción de gracias, que se eleva a Dios, vuelve como una bendición, que desciende de Dios sobre el don y lo enriquece. Dar gracias, alabar a Dios se convierte así en bendición, y la ofrenda dada a Dios vuelve al hombre bendecida por el Omnipotente.
Las palabras de la institución de la Eucaristía se ubican en este contexto de oración; en ellas la alabanza y la bendición de la berakha se convierten en bendición y transformación del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Jesús.
Antes de las palabras de la institución vienen los gestos: el de partir el pan y el de ofrecer el vino. Quien parte el pan y pasa el cáliz es el cabeza de familia, que acoge en la mesa a los familiares, pero estos gestos son también de hospitalidad, de acogida a la comunión del convite del extranjero que no forma parte de la casa. Estos mismos gestos, en la cena con la que Jesús se despide de los suyos, adquieren una profundidad totalmente nueva: Él ofrece un signo visible de la acogida a la mesa en la que Dios se dona. Jesús en el pan y en el vino se ofrece y se comunica a Sí mismo.
¿Pero como puede llevarse a cabo todo esto? ¿Cómo puede Jesús, en aquel momento ofrecerse a sí mismo? Jesús sabe que perderá la vida a través del suplicio de la cruz, la pena capital de los hombres que no son libres, la que Cicerón definía la mors turpissima crucis. Con el don del pan y del vino que ofrece en la Última Cena, Jesús anticipa su muerte y resurrección llevando a cabo lo que había dicho durante el discurso del Buen Pastor: “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre». (Jn 10, 17-18). Por lo tanto Él ofrece de antemano la vida que le será quitada y de esta forma transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí mismo por los demás y para los demás. La violencia sufrida se transforma en un sacrificio activo, libre y redentor.
Una vez más en la oración, iniciada según las formas rituales de la tradición bíblica, Jesús muestra su identidad y la determinación para cumplir hasta el final su misión de amor total, de ofrecimiento en obediencia a la voluntad del Padre. La profunda originalidad de la donación de sí mismo a los suyos, a través del memorial eucarístico, es el culmen de la oración que distingue la cena de adiós con los suyos. Contemplando los gestos y las palabras de Jesús esa noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el lugar en el que Él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el «Sacramentum caritatis». En el Cenáculo, en dos ocasiones resuenan las palabras: “Hagan esto en memoria mía” (1Cor 11,24.25). Con el don de sí mismo, Él celebra su Pascua, convirtiéndose en el verdadero Cordero que hace que se cumpla todo el culto antiguo. Por esta razón San Pablo hablando a los cristianos de Corinto afirma: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Celebremos, entonces, nuestra Pascua,... con los panes sin levadura de la pureza y la verdad » (1 Cor 5,7-8).
El evangelista Lucas ha conservado un ulterior elemento precioso de los acontecimientos de la Última cena, que nos permite observar la conmovedora profundidad de la oración de Jesús por los suyos aquella noche, la atención individual. Partiendo de la oración de agradecimiento y de bendición, Jesús alcanza el don eucarístico, el don de Sí mismo, y mientras dona la realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Al final de la cena le dice: «Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos». (Lc 22,31-32). La oración de Jesús, cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, sostiene su debilidad, su incapacidad de comprender que el camino de Dios pasa por el Misterio pascual de muerte y resurrección, anticipado en la oferta del pan y del vino. La Eucaristía es alimento de los peregrinos que también se convierte en fuerza para quien está cansado, extenuado y desorientado. Y particularmente la oración es para Pedro, porque, una vez convertido, confirme a los hermanos en la fe. El evangelista Lucas recuerda que precisamente fue la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en el momento en el que había terminado de negarle tres veces, para darle la fuerza de retomar el camino tras de Él: «En ese momento, dice San Lucas, cuando todavía estaba hablando Pedro, cantó el gallo. El Señor, dándose vuelta, miró Pedro. Este recordó las palabras que el Señor le había dicho» (Lc 22,60-61).
Queridos hermanos y hermanas, participando en la Eucaristía, vivimos de forma extraordinaria la oración de Jesús pronunció y continua haciendo por cada uno de nosotros para que el mal, que todos encontramos en la vida, no pueda vencer y actúe en nosotros la fuerza transformadora de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía, la Iglesia responde al mandamiento de Jesús: « Hagan esto en memoria mía». (Lc 22,19; cfr 1Cor 11, 24-26); repite la oración de gracias y de bendición y, con esta, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en Cuerpo y Sangre del Señor. Nuestras Eucaristías son un ser atraído en ese momento de oración, una anexión siempre de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia ha entendido las palabras de consagración como parte de la oración hecha junto a Jesús; como parte central de la alabanza llena de gratitud, a través de la cual, el fruto de la tierra y del trabajo del hombre nos viene nuevamente donada por Dios como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios mismo en el amor acogedor del Hijo (Jesús de Nazaret, II, Pág. 146). Participando en la Eucaristía, alimentándonos de la Carne y la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestra oración y la del Cordero Pascual en su noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra debilidad y nuestras infidelidades, sino que sea transformada.
Queridos amigos, pidamos al Señor que, tras habernos preparado adecuadamente, también con el Sacramento de la Penitencia, nuestra participación en su Eucaristía, indispensable para la vida cristiana, sea siempre el punto más alto de nuestra oración. Pidamos que, unidos profundamente en su mismo ofrecimiento al Padre, podamos también nosotros transformar nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, de amor a Dios y a los hermanos. Gracias (Radio Vaticano /Traducción de Cristina Vazquez y Eduardo Rubió)
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