En los tiempos de Jesús, al igual que hoy, Betania -que para los árabes es al-‘Azariyya (el pueblo de Lázaro)- era un pequeño pueblo situado a poca distancia de Jerusalén, en la zona del Monte de los Olivos, siguiendo el camino que va hacia Jericó. Un pueblecito inmóvil, casi suspendido y al borde del desierto, otro como tantos de los que existen en esta zona de Palestina.
Sin embargo, aquí, en este lugar sin ningún atractivo aparente, se custodia un gran tesoro del que Jesús mismo disfrutó y que ha llegado hasta nosotros. Aquí se encuentra la casa de Marta, María y Lázaro, la {casa de la amistad}, como la ha definido esta mañana fray Marcelo Cichinelli en la homilía de la misa solemne celebrada en la iglesia franciscana, construida por el arquitecto Antonio Barluzzi. El Cardenal Giovanni Coppa, Nuncio Apostólico emérito en la República Checa, ha intervenido como concelebrante, honrando a todos los presentes con su participación.
Por la mañana temprano, a las 6:30 horas, fray Silvio de la Fuente ha celebrado una misa más íntima en el lugar de la tumba de Lázaro, a unos cincuenta metros de la iglesia.
Al terminar las celebraciones y tras un momento fraterno, se ha celebrado la tradicional procesión que, jalonada por la lectura de textos evangélicos, cantos y oraciones, ha salido desde la zona del sepulcro de Lázaro y ha continuado por el Monte de los Olivos, con paradas en el edículo de la Ascensión del Señor y en la iglesia del Padrenuestro.
La fiesta de hoy es particularmente apreciada por la comunidad franciscana porque fueron justamente los franciscanos los primeros en introducir, en el año 1262, la fiesta de santa Marta, exactamente ocho días después de la de santa María Magdalena, y que durante mucho tiempo se identificó erróneamente con María de Betania, hermana de Marta y Lázaro. Pero esta es una fiesta muy cercana al corazón de todos pues es un evento que hace memoria de una experiencia que todo hombre anhela y de la que ni siquiera Dios se quiso privar en su vida terrena. Nos referimos, cómo no, a la amistad.
En la humilde casa de Betania, lejos del clamor popular, el “Jesús peregrino” que no posee nada, que no tiene siquiera “dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), es acogido como amigo, disfruta de la solicitud de Marta, que quiere entregarlo todo, y de la escucha silenciosa y profunda de María, que busca con ahínco la Verdad y descubre, al lado de Jesús, el sentido último de las cosas, la intimidad del monólogo que toda persona entabla con el Absoluto.
En este contexto, la propensión de Marta a la vida activa y María, a la contemplativa, se oponen sólo aparentemente. En realidad, estas actitudes se compenetran y se armonizan en un único modelo porque -como observa Jacques Maritain-, en el camino hacia la perfección del amor, “la acción es la sobreabundancia de la contemplación”. El mismo san Francisco quería que los frailes aprendieran a sintetizar la vida activa con la contemplativa, resolviendo la polaridad, como en la casa de Betania, a través de la educación para una vida sobria. La amistad de Marta, María y Lázaro con Jesús es esencial, no sólo porque eleva a la dimensión sobrenatural que la sostiene, sino también porque impregna la esencia de los sujetos que en ella participan, haciendo disponibles recursos espirituales y afectivos insospechados. Quien busca lo esencial no puede sino abandonarse en la sobriedad porque lo esencial está, por su propia naturaleza, desnudo de todo adorno inútil, es riguroso, ordenado, laborioso; es la sacudida de lo humano, el sello del pacto de intimidad y de mutua responsabilidad hecho con Dios.
“Jesús amaba mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Es “el amor loco” de Dios por sus criaturas, un amor tan perfecto que es al mismo tiempo “personal” y “universal”, una amistad tan pura que se transforma en com-pasión absoluta. Jesús experimenta, en la familia de Betania, “el amor grande” que devuelve la fe al mundo, que destruye el absurdo y la soledad, y que al mismo tiempo, paradójicamente, viene a devolver la esperanza definitiva tras la muerte de Lázaro, a consolar para siempre el llanto de sus hermanas ante el sepulcro.
Un acontecimiento tan grande y tan humano ocurre en una perdida casa de Betania. Archibald J. Cronin, en su libro Las llaves del reino, lo plasma perfectamente cuando dice: “No penséis que el Paraíso está en el cielo; está en la palma de vuestra mano, está por doquier, está no importa dónde”.
Sin embargo, aquí, en este lugar sin ningún atractivo aparente, se custodia un gran tesoro del que Jesús mismo disfrutó y que ha llegado hasta nosotros. Aquí se encuentra la casa de Marta, María y Lázaro, la {casa de la amistad}, como la ha definido esta mañana fray Marcelo Cichinelli en la homilía de la misa solemne celebrada en la iglesia franciscana, construida por el arquitecto Antonio Barluzzi. El Cardenal Giovanni Coppa, Nuncio Apostólico emérito en la República Checa, ha intervenido como concelebrante, honrando a todos los presentes con su participación.
Por la mañana temprano, a las 6:30 horas, fray Silvio de la Fuente ha celebrado una misa más íntima en el lugar de la tumba de Lázaro, a unos cincuenta metros de la iglesia.
Al terminar las celebraciones y tras un momento fraterno, se ha celebrado la tradicional procesión que, jalonada por la lectura de textos evangélicos, cantos y oraciones, ha salido desde la zona del sepulcro de Lázaro y ha continuado por el Monte de los Olivos, con paradas en el edículo de la Ascensión del Señor y en la iglesia del Padrenuestro.
La fiesta de hoy es particularmente apreciada por la comunidad franciscana porque fueron justamente los franciscanos los primeros en introducir, en el año 1262, la fiesta de santa Marta, exactamente ocho días después de la de santa María Magdalena, y que durante mucho tiempo se identificó erróneamente con María de Betania, hermana de Marta y Lázaro. Pero esta es una fiesta muy cercana al corazón de todos pues es un evento que hace memoria de una experiencia que todo hombre anhela y de la que ni siquiera Dios se quiso privar en su vida terrena. Nos referimos, cómo no, a la amistad.
En la humilde casa de Betania, lejos del clamor popular, el “Jesús peregrino” que no posee nada, que no tiene siquiera “dónde reclinar la cabeza” (Mt 8,20), es acogido como amigo, disfruta de la solicitud de Marta, que quiere entregarlo todo, y de la escucha silenciosa y profunda de María, que busca con ahínco la Verdad y descubre, al lado de Jesús, el sentido último de las cosas, la intimidad del monólogo que toda persona entabla con el Absoluto.
En este contexto, la propensión de Marta a la vida activa y María, a la contemplativa, se oponen sólo aparentemente. En realidad, estas actitudes se compenetran y se armonizan en un único modelo porque -como observa Jacques Maritain-, en el camino hacia la perfección del amor, “la acción es la sobreabundancia de la contemplación”. El mismo san Francisco quería que los frailes aprendieran a sintetizar la vida activa con la contemplativa, resolviendo la polaridad, como en la casa de Betania, a través de la educación para una vida sobria. La amistad de Marta, María y Lázaro con Jesús es esencial, no sólo porque eleva a la dimensión sobrenatural que la sostiene, sino también porque impregna la esencia de los sujetos que en ella participan, haciendo disponibles recursos espirituales y afectivos insospechados. Quien busca lo esencial no puede sino abandonarse en la sobriedad porque lo esencial está, por su propia naturaleza, desnudo de todo adorno inútil, es riguroso, ordenado, laborioso; es la sacudida de lo humano, el sello del pacto de intimidad y de mutua responsabilidad hecho con Dios.
“Jesús amaba mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro” (Jn 11,5). Es “el amor loco” de Dios por sus criaturas, un amor tan perfecto que es al mismo tiempo “personal” y “universal”, una amistad tan pura que se transforma en com-pasión absoluta. Jesús experimenta, en la familia de Betania, “el amor grande” que devuelve la fe al mundo, que destruye el absurdo y la soledad, y que al mismo tiempo, paradójicamente, viene a devolver la esperanza definitiva tras la muerte de Lázaro, a consolar para siempre el llanto de sus hermanas ante el sepulcro.
Un acontecimiento tan grande y tan humano ocurre en una perdida casa de Betania. Archibald J. Cronin, en su libro Las llaves del reino, lo plasma perfectamente cuando dice: “No penséis que el Paraíso está en el cielo; está en la palma de vuestra mano, está por doquier, está no importa dónde”.
Texto de Caterina Foppa Pedretti
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