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sábado, 17 de septiembre de 2011

EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ EN LA BASÍLICA DEL SANTO SEPULCRO



Con ocasión de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, una fiesta esencial en la vida de los cristianos y síntesis de todo el misterio pascual de Nuestro Señor Jesucristo, se desarrolló, en la mañana del 14 de septiembre, una solemne y sentida celebración en el Calvario, dentro de la Basílica del Santo Sepulcro. Celebrada por primera vez en el 335, en los siglos siguientes a esta fiesta se asimiló también la conmemoración de la recuperación de la Vera Cruz de manos de los persas por parte del emperador Heraclio, en el año 628.



En Occidente, a esta importante fiesta se la relacionó con otras conmemoraciones dedicadas a la Cruz del Señor, en particular, la fiesta de la Invención (descubrimiento) de la Santa Cruz por parte de santa Elena (el día 7 de mayo) y la solemne adoración de la Cruz durante las funciones del Viernes Santo.



También los griegos ortodoxos celebran en este día, 14 de septiembre, la exaltación de la Santa Cruz, una de las mayores festividades del Año litúrgico junto con la procesión del venerado Leño de la Cruz (el 1 de agosto), la adoración de la Cruz (durante el tercer domingo de la Gran Cuaresma) y la procesión con la Cruz (durante el Jueves Santo).


Así pues, también la comunidad franciscana ha celebrado la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz con la santa misa solemne celebrada precisamente en la capilla latina de la Crucifixión, en el Calvario, en el altar coronado por el impresionante mosaico que representa la escena de la crucifixión de Cristo. En el altar, en esta ocasión especial, se ha colocado el relicario, a modo de trono, que contiene un precioso fragmento del madero de la Cruz. Presidía la ceremonia fray Artemio Vítores, Vicario custodial, a quien se han unido como concelebrantes fray Fergus Clarke, guardián de la Basílica del Santo Sepulcro, y fray Noel Muscat, Discreto de Tierra Santa. Han participado en la celebración numerosos franciscanos, sacerdotes, religiosos y religiosas de las distintas congregaciones presentes en Tierra Santa, así como los fieles, tanto cristianos locales de lengua árabe como muchísimos peregrinos y devotos, que se han acercado hasta el Calvario en este importante día.



Al finalizar la santa misa, la reliquia de la Santa Cruz, en manos de fray Artemio Vítores, ha sido llevada en procesión solemne, acompañada por el canto del himno Vexilla Regis, hasta el Altar de la aparición del Resucitado a María Magdalena, donde los participantes han podido acercarse a besar con devoción el relicario; en primer lugar, todos los sacerdotes concelebrantes y posteriormente los centenares de personas que han querido rendir homenaje a la Cruz del Señor.



Efectivamente, como ha destacado fray Artemio en su homilía, «el leño de la Cruz ha atraído desde antiguo a los cristianos, que desean verlo, tocarlo y besarlo. La Cruz es el símbolo cristiano por excelencia, el símbolo más alto de la identidad cristiana». Precisamente, lo absurdo de la cruz, «escándalo por los judíos y necedad para los paganos» (1 Cor 1,23), se convierte en el símbolo del amor de Dios, la medida de su amor y la expresión de un amor sin medida. Desde siempre considerada como instrumento de una muerte infame, reservada a los malhechores, a través de Jesús se convierte en la puerta para la vida eterna, el principio de la resurrección. Sobre la cruz, el Hijo de Dios es exaltado sobre todas las cosas y con Él, en su gloria, Cristo eleva a todos los hombres, restituyéndoles la plenitud de la dignidad y de la familiaridad con el Padre (Jn 12,32). Todos los elementos de la liturgia, desde la elevación de la serpiente de cobre por parte de Moisés (Nm 21,4-9), hasta el himno cristológico de san Pablo (Flp 2,5-11), pasando por el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3,13-17), revelan esta tensión vital que se esconde en el misterio del triunfo de la Cruz, en el misterio de la salvación.


Y solo en el momento en el que el amor viene exaltado, sublimado, elevado hasta el punto más álgido de toda la historia, se manifiesta en su humildad más absoluta, en su descenso hasta el punto más bajo y escondido de la existencia humana, haciéndose frágil y desnudo para tocar las miserias e impurezas del hombre y sanarle. Escribía Juan Pablo II en la Encíclica {Dives in Misericordia:} «La cruz es la inclinación más profunda de la divinidad sobre el hombre. La cruz es como un toque del eterno amor sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrenal del hombre».



La cruz es también una llamada a la imitación y al seguimiento de Cristo, una vocación a la responsabilidad compartida, a la luz de la opción por lo que es esencial, y que culmina todo esfuerzo por la construcción de la salvación común. El alma, llamada a la perfecta comunión con Dios, es también interpelada a asociarse a la pasión redentora de Cristo para aliviar la carga del pecado que pesa sobre el mundo; una «comunión en el dolor» en pro de una «comunión en el valor», de la creación de altísimos valores. Este estilo de vida, en la diversidad de vocaciones y modos de llevarse a cabo, interpreta plenamente el proyecto de la donación de sí mismo hasta el límite extremo del don de la propia vida, con la confianza de que no existe un abandono absoluto por parte del Padre sino una unión común de Dios y del hombre a través, y más allá, del sufrimiento, a través de la grandeza del amor de Cristo crucificado.



En palabras de Simone Weil: «Quien consigue mantener su propia alma orientada hacia Dios mientras un clavo la atraviesa se encuentra clavado en el centro mismo del universo. Según una dimensión que no pertenece al espacio, que no es el tiempo, que es una dimensión particular, este clavo ha hecho un agujero a través de la creación, a través del espesor de la pantalla que separa el alma de Dios. […] Se encuentra en el punto de intersección entre la creación y el Creador, el punto en el que se cruzan los brazos de la Cruz».





Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marco Gavasso

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