En un clima de gran alegría y fraternidad, se ha desarrollado la peregrinación franciscana a Emaús con ocasión de la fiesta de los santos Cleofás y Simeón. El pequeño pueblo árabe de al-Qubaybah (pequeña cúpula), identificado por la tradición -aunque con algunas discusiones- con la localidad de Emaús que aparece en el relato del evangelista Lucas (Lc 24,13-35) cuando habla del encuentro de Jesús resucitado con los dos discípulos a lo largo del camino, se encuentra al oeste de Jerusalén a la distancia mencionada en el texto evangélico -60 estadios, que equivalen a alrededor de 12 km-, una distancia que se puede recorrer hoy día en unas dos horas. Son pocas las informaciones que nos han llegado acerca de la identidad de aquellos dos hombres que, desesperados, dejaban la Ciudad Santa durante la tarde de la Pascua para volver a su propia casa. San Lucas nos dice que uno de ellos se llamaba Cleofás (Lc 24, 18), probablemente el marido de María de Cleofás, hermana de María, la Madre de Jesús, y una de las mujeres que estaba al pie de la Cruz, en el Calvario (Jn 19,25). Según la tradición, el otro discípulo que estaba en camino era Simeón, uno de los cuatro hijos de Cleofás y María, convertido posteriormente en el segundo obispo de Jerusalén.
Entre las casitas blancas de Emaús, los franciscanos construyeron, a principios del siglo XX, el santuario de la Manifestación del Señor, sobre las ruinas de una iglesia anterior que la tradición sitúa sobre el lugar de la casa de Cleofás. En el interior del edificio de estilo cruzado, construido en piedra viva, sin enyesar, en la nave de la izquierda se pueden ver todavía los restos de la casa de Cleofás protegidos por placas de pórfido rojo. Precisamente aquí, invitado por los dos discípulos fascinados por su conversación a lo largo del camino, Jesús entró y se sentó a la mesa. El momento culminante de partir el pan durante la cena, cuando los ojos de los discípulos se abrieron y le reconocieron, está representado en la escultura grupal situada sobre el altar, al fondo del ábside central. En esta representación, Jesús se sienta en el centro de la mesa como un doctor de la Ley que, con su sabiduría, desvela el sentido de todas las Escrituras. Fuera del santuario, más allá de la colina que protege los numerosos restos de las construcciones cruzadas y a ambos lados del trazado de una antigua calzada romana, se puede subir a la terraza del jardín de los franciscanos, desde donde se goza de una espléndida vista que abarca toda la región, apenas modificada en sus colores, su belleza y su silencio.
Este ha sido el escenario donde se ha celebrado la solemne fiesta de este día y en la que ha participado, numerosa y entusiasta, la comunidad franciscana de Tierra Santa. Han intervenido también religiosos y religiosas de distintas congregaciones, voluntarios y colaboradores de la Custodia, amigos y fieles apasionados de Tierra Santa. También el Cónsul General de España en Jerusalén, Alfonso Portabales Vázquez, y su mujer se han unido con gran cordialidad a esta jornada de fiesta.
La santa misa ha estado presidida por fray Artemio Vítores, Vicario custodial, acompañado, entre otros concelebrantes, por fray Noel Muscat, Discreto de Tierra Santa, y por fray Franciszek Wiater, guardián del santuario de Emáus. Un momento especialmente importante ha contribuido a embellecer la ceremonia: la renovación de la profesión simple en la Orden de los Hermanos Menores franciscanos de fray Tomasz Dubiel, que ha confirmado sus votos temporales en manos del Vicario, fray Artemio.
Al finalizar la celebración, tras algunos minutos de asueto en el jardín, todos los presentes han sido invitados a almorzar en el refectorio del convento.
«Jesús se hace cercano a nosotros durante el camino, también en los momentos de desorientación y desazón, incluso cuando la esperanza se enfría y nos alejamos del camino que nos conduce a Él, como les ocurrió a los discípulos de Emaús en aquella extraordinaria tarde de Pascua», afirma el padre Artemio en su homilía. Y como los dos discípulos que, a pesar de la tristeza y la confusión, encuentran el valor suficiente para abrir su corazón a Jesús, así, a cada hombre se le ha diseñado un camino para posibilitar su encuentro personal con el Señor gracias a tres disposiciones esenciales que, precisamente, en este episodio se nos proponen en una síntesis perfecta: la capacidad de escuchar, leer y meditar la Escritura, de la que Jesús mismo, con su testimonio, su Pasión y su Cruz, es la clave interpretativa; la disposición a poner a Jesús en el centro de la vida, con la oración y el amor fraterno, como hicieron los dos discípulos durante la cena, en Emaús; y el acercamiento a la Eucaristía, momento central del encuentro con Jesús, que se nos da a conocer plenamente, se hace visible y se nos da enteramente para hacernos partícipes del misterio de la íntima comunión con Él.
Y los dos discípulos vuelven rápidamente a Jerusalén para anunciar a todos lo que les ha ocurrido y que Cristo está vivo. Algo ha cambiado para siempre su existencia, una nueva Sabiduría se ha apoderado de sus vidas y sus palabras, empujándoles a dar continuidad al discurso divino en la historia y a testimoniar a los demás su inagotable riqueza de amor y de sentido. Escribe Martin Buber: «El lenguaje de Dios con los hombres penetra en todos los acontecimientos de la vida de cada uno, y en todos los acontecimientos del mundo que nos rodea, en cada acontecimiento biográfico e histórico, convirtiéndolos, para ti y para mi, en signo, existencia. El lenguaje de la Persona hace posible y legítimo un acontecimiento tras otro, una situación tras otra, exigiendo de la persona humana firmeza y decisión. Es cierto que, con frecuencia, creemos que no hay nada que oír y nos tapamos los oídos con cera. La existencia de la reciprocidad entre Dios y el hombre es indemostrable, como indemostrable es la existencia de Dios. Sin embargo, quien osa hablar de la existencia de Dios da testimonio e invoca el testimonio de aquel a quien dirige la palabra, testimonio presente o futuro».
Texto de Caterina Foppa Pedretti
Fotos de Marco Gavasso
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