Páginas

lunes, 17 de octubre de 2011

TEXTO DEL TESTIMONIO DE LA MADRE VERÓNICA, FUNDADORA DE IESU COMMUNIO, EN EL CONGRESO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN















La fundadora y superiora general del nuevo instituto «Iesu Communio», madre Verónica Berzosa, participó este sábado en el primer encuentro internacional «Nuevos evangelizadores para la Nueva Evangelización» organizado por el Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización.


Al acto, que presidió Benedicto XVI en el Aula Pablo VI del Vaticano, acudieron unas 8.000 personas, procedentes de todo el mundo, que ya trabajan en el anuncio de  la Buena Noticia  en las zonas más secularizadas de Occidente. Madre Verónica, acompañada por algunas hermanas del Instituto, expuso el testimonio que reproducimos a continuación.


En medio de tanta desesperanza…


“Pero ¿qué estáis diciendo? O vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no conozco al Señor”. Esta afirmación la escuché hace muy poco a una joven en uno de los encuentros que mantenemos en nuestros locutorios, donde compartimos con sencillez la fe con quienes se acercan a nuestra casa. Y continuó diciendo aquella joven: “Creo que la desesperanza me apresó por tratar de defenderme del cristianismo, concibiendo el ser cristiano como un obstáculo para alcanzar la felicidad, como si Dios fuera un enemigo a la puerta que viniese a coartar mi libertad y a deshacer mis planes”. En estas palabras se resume la experiencia de muchos otros, incluso de nosotras mismas.

No es la tristeza por lo que se tiene –a veces muchísimo–, por más legítimo y honesto que pueda ser, sino la tristeza por lo que no se tiene, por lo que se anhela, sin que uno pueda dárselo a sí mismo y quizás sin capacidad para ni siquiera expresarlo. Ese anhelo lleva consigo la certeza de que no merece la pena vivir por menos de lo que intuimos, o de que malvivimos cuando renunciamos a entendernos en el designio con el que Dios quiere plenificarnos. El corazón sufre opresión cuando amordazamos el clamor más hondo de nuestro ser, y entonces sobrellevamos el paso del tiempo de la forma menos incómoda o, si se puede, más placentera posible; en cualquier caso, padecemos cuando desertamos de llegar a ser hombres en la plenitud para la que fuimos creados.

Decimos tener pánico al sufrimiento y a la muerte. Pero ¿acaso no tenemos miedo a vivir al no encontrar el sentido de la vida ni su valor y, por tanto, no somos capaces de afrontar los acontecimientos diarios?

Imposible olvidar el impacto que me produjo a mis diecisiete años ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, desorientados, despersonalizados. Mi reflexión fue ésta: “Señor, ¿Tú nos ha creado para esto? ¡No, no, estoy segura de que no!” Yo misma me sorprendí hablando con Él, porque indudablemente Él estaba allí; jamás puede el Creador abandonar la obra de sus Manos. Aquella imagen determinó mi vida; nadie tenía que convencerme de que el hombre, si no vive abrazado a Dios y a su voluntad, está desorientado, camina a tientas, no logra saber quién es, ni a dónde va, ni con quiénes puede avanzar en verdad. 


La sed pone de manifiesto el grito del Espíritu en el corazón del hombre



Me atrevo a afirmar que, a veces, quizás demasiadas, caemos donde no queremos buscando saciar por caminos equivocados, como el hijo pródigo, el clamor de amor, felicidad, salvación, comunión, plenitud que existe en lo más profundo del hombre. Estamos bien hechos, incluso cuando experimentamos la sed abrasadora de una vida en plenitud; una sed que, cuando busca ser saciada en espejismos, aún se hace más ardiente y fomenta más la desesperanza. Esa sed, en definitiva, pone de manifiesto el grito del Espíritu en el corazón del hombre, para que no se conforme con una vida mediocre, para que se sienta espoleado a acoger la vida en plenitud.


La sed del hombre resuena en el grito de Cristo en la Cruz: “Tengo sed” (Jn 19, 28). La sed del hombre sólo se calma, sólo encuentra alivio y descanso en Jesús, ¡sólo en Jesús!, el Mendigo sediento que sale al encuentro de la mujer samaritana: “Si conocieras el don de Dios...” (Jn 4, 10). Cristo no viene jamás a arrebatar, sino que desea ardientemente agraciar a la criatura con el don de Dios, colmar a su criatura con una vida en plenitud mediante el don del Espíritu que nos introduce en la comunión del amor trinitario. Cristo es el que está sediento por colmar nuestra sed; Cristo tiene sed de que del seno del sediento lleguen a brotar ríos de agua viva, fecundidad desbordante.

Pero como ni la imposición ni el avasallamiento son propios de Dios, éste sale al encuentro de la libertad humana invitándola a abrirse a su don: “Si conocieras el don de Dios…, tú le pedirías, y Él te daría…”. Su atracción es su Amor. Su promesa, el designio del Amor de Dios, por ser don, el hombre no lo hubiese podido ni soñar, pero lo reconoce cuando se hace presente.


El Espíritu derramado, don de Dios, conduce siempre al encuentro personal con Jesús, a la configuración con el Resucitado, con el Viviente, en una comunión que supera cualquier frontera de espacio y de tiempo, pero que afecta a nuestra concreta vida e historia, a nuestro aquí y a nuestro hoy. El Espíritu, a la vez que nos configura a Cristo, crea la comunión entre los creyentes, porque nunca recrea a los hombres como individuos aislados sino constituyendo un cuerpo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia, que en modo alguno es la mera suma de unos individuos con unos mismos ideales o valores, sino el hogar alentado por el Espíritu, que perpetúa a lo largo del tiempo la presencia de Cristo, la visibilidad del Señor.


El testimonio cristiano, testimonio de un don incomparable



Nuestro testimonio, sencillamente, como posiblemente el de ustedes, es haber quedado cautivadas por el don incomparable de ser cristianos, por la belleza de vida de tantos cristianos que con su forma de vivir, de pensar, de sentir, de actuar señalan al misterio de Jesucristo, el más Bello de los hombres, que enamora y arrebata el corazón como “inseparable vivir”. En la Humanidad de Cristo obediente y plenificado por el don del Espíritu, los creyentes descubren su identidad, su vocación, su misión y su destino. El encuentro con Jesucristo da un vuelco entero a la existencia porque, al quedar nuestra mirada fija en Él, nos libera de la mirada egocéntrica que nos empequeñece y pervierte, porque el hombre sólo camina hacia la plenitud cuando se abre al designio de Dios y al caminar de los hombres, redescubiertos como hermanos a los que Dios ama con ternura.


Cautiva ver el gozo de vidas plenificadas por el Espíritu Santo. Por medio de ellas, se suscita el deseo y la decisión de vivir en santidad. En la Iglesia, hemos podido apreciar la belleza de la santidad como plenitud de la existencia, que impulsa a vivir postrados en actitud de continua conversión. En la Iglesia, se nos permite acercarnos a la experiencia de los santos, que no es sólo algo del pasado ni un itinerario para unos pocos ni un privilegio de una élite: la santidad es, por el contrario, la más profunda vocación humana.


La santidad es la más profunda vocación humana



Los creyentes, con la belleza y la dignidad de su vida, son testigos gozosos de Jesús resucitado. Viven del Espíritu de Cristo y en Cristo, porque su vida se alimenta en la mesa del Señor, donde cada día pueden asistir al milagro de la Eucaristía, y donde el Cuerpo entregado y la Sangre derramada del Señor se ofrecen en abrazo de unión que les permite hacerse una carne con el Cuerpo resucitado de Cristo y un cuerpo con sus hermanos.

Con entrañas de Eucaristía ofrendan y hacen fecundos todos los espacios y todos los momentos de la vida, no como conquista humana, sino como fruto del don acogido. Viven del don que nunca deja de ser a la vez promesa futura y tarea presente, adoración postrada y obrar diligente, conscientes de que la historia es el tiempo que Dios se toma para ir haciendo a su criatura hasta conducirla a la plenitud querida por Dios y ya manifestada en la Humanidad glorificada de Cristo.

La existencia de los creyentes es un caminar continuamente orientado hacia Cristo, con el oído despierto a su Palabra meditada y hecha carne, que les posibilita vivir con sobrecogedora dignidad la prosperidad y la adversidad, la salud y la enfermedad, en definitiva, todos los avatares y los momentos de la existencia, incluso la temida vejez y la muerte, abiertos al don del Espíritu de Cristo resucitado que les permite vivir la cruz no desde la rebeldía y la desesperanza sino desde la fecundidad de la obediencia, confiados en la misericordia de su Señor que les ha prometido vivir eternamente con Él.

El gran testimonio que roba el corazón es ver en el hombre el obrar de Cristo que se realiza y se expresa en la comunión en la que viven los cristianos; se aman de verdad y están dispuestos a entregar la vida unos por otros. La comunión distingue a los discípulos de Cristo y es el más bello testimonio y el más poderoso atractivo. En su entorno, a pesar de su conciencia de fragilidad, herida por el pecado, florece la vida y la alegría; porque encarnan y anuncian la fecundidad del don del Evangelio. Lamentan y lloran todo lo que emborrona, enturbia o fractura la belleza de la comunión eclesial, pero no lo convierten en ariete contra la institución y sus pastores, sino que les impele a una renovada conversión y a un más decidido anhelo de santidad, alejado del escándalo puritano.


En la comunión eclesial que el Espíritu de Jesús ha hecho posible, vemos la audacia de una libertad que no se arredra ante la avasalladora presencia del mal en cualquiera de sus manifestaciones o estrategias, sino una libertad siempre disponible para abrazar y seguir el querer de Dios. Los creyentes aman la verdad, viven de ella; conciben el pecado como profanación de la dignidad sagrada de la criatura y, por tanto, como ofensa a Dios; evitan la violencia y el egoísmo como negación del amor, no consienten con la injusticia, huyen de la envidia y de la ambición, que atentan contra la comunión.
 

Los creyentes se desbordan en compasión y perdón; entregan la vida que se aprecia y se acoge como un don precioso para que se haga don para otros y despierte el deseo de entrega, de amar y servir, porque comprenden que la gloria del hombre es perseverar y permanecer en el servicio de Dios, un Dios que en Jesucristo, el Hijo hecho Siervo por amor, ha salido a su encuentro: los ha acogido, los ha lavado, los ha servido, los ha alimentado, los ha liberado, los ha fortalecido hasta hacerlos presencia suya en medio de los hombres, sin que por ello se crean mejores ni superiores a los demás: simplemente se sienten y actúan como servidores del don, y esto constituye su gozo y su recompensa.


En la comunión de la Iglesia de Cristo, hemos conocido, por más que experimenten su incapacidad para llegar a todas las heridas y dolores del mundo, el amor solícito y atento de hombres y mujeres, cuyas vidas se han gastado fecundamente, confiados en que la victoria de Cristo, y no el mal, tendrá la última palabra en la historia de los hombres; pero esa esperanza futura no impide que sus manos ahora se acerquen y alivien el dolor y el sufrimiento de los menesterosos, pobres, marginados, olvidados, desesperanzados, desorientados, angustiados... en los que ven a Cristo mismo que sale a su encuentro.

Cristo en su Iglesia ha ganado nuestro corazón



Cristo en su Iglesia ha ganado nuestro corazón, porque en ella no nos hemos encontrado con un Dios rival de nuestra felicidad, de nuestra plenitud, sino con el Dios de Jesucristo, garante de la razón, la libertad, el bien, la verdad, la belleza, la vida del hombre, porque “la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo).

En la Iglesia, tierra de vivientes, hemos experimentado el amor y la ternura de Dios. Cristo, nuestro Buen Samaritano, no ha pasado de largo ante nosotras, sino que se ha compadecido de nuestras heridas, se ha abajado para levantarnos y rescatarnos, tal y como estábamos nos cargó sobre sí, ha derramado sobre nosotras óleo de sanación y nos ha confiado al cuidado y guía del Espíritu en la Iglesia. Hemos experimentado la fiesta de la salvación por el hijo desorientado que volvió al calor y a la luz del hogar.


Quien ha conocido la sed de Cristo sobre su vida queda herido por su sed y abrasado por el deseo de que todos conozcan el don de Dios, está dispuesto a que su vida se haga por entero don y entrega que calme la sed de sus hermanos; lejos de ofrecer vinagre ante el grito del Crucificado, anhela ardientemente que se cumpla el deseo que Jesús expresó al Padre antes de su Pasión: “Que todos sean uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 21). La comunión configura nuestra existencia y se convierte en testimonio y misión.


En la Iglesia, hogar del Espíritu, nos ha traspasado el grito de Cristo: “Tengo sed”, que sigue hoy resonando de mil maneras en todos los confines de la tierra, porque el hombre tiene sed del don de Dios, aunque muchos lo ignoren o incluso lo rechacen.

Urgidas por la sed de Cristo



Urgidas por la sed de Cristo mismo, que no quiere que ninguno se pierda sino que todos tengan vida abundante, queremos ofrecer lo que de la Iglesia estamos recibiendo y aprendiendo. Queremos ser testigos de que nada hemos perdido, de que, por el contrario, nuestra vida se ha visto enriquecida en todo. Queremos ser presencia del don recibido.

Nuestra comunión quiere ser templo donde, en adoración, se custodie la presencia del Dios vivo, se ame al Esposo con todo el ser, y arda día y noche la oración continuada que acoja y abrace el lamento, el dolor, la esperanza del mundo, y se vele por cada uno de los hijos que se nos confían.

Nuestra comunión quiere ser hogar con entrañas de Eucaristía donde se celebren los Sacramentos, donde se invite al abrazo del perdón sanador y al banquete de la Eucaristía, alimento para avanzar sin temor en el camino de la santidad; nuestra comunión quiere ser casa encendida donde se espere siempre al hijo que vuelve malherido, decepcionado, arrepentido, desorientado o abierto también al don; posada donde el Buen Samaritano siga otorgando descanso, aliento y fortaleza para emprender, continuar o retomar el camino de la fe.

Nuestra comunión quiere ser casa siempre abierta donde se comparta la fe en Jesucristo desde la personal experiencia de rescate y sanación, donde se comparta la Palabra proclamada y encarnada para ayudarnos a superar la oscuridad que a veces obstaculiza el peregrinar.

Nuestra comunión quiere ser testimonio de que, a pesar de nuestras fragilidades y caídas, el Espíritu es capaz de unir, por encima de las diferencias, a los dispares y dispersos para que seamos un solo corazón y una sola alma porque el Espíritu recrea a cada uno de manera única e irrepetible, y al mismo tiempo nos inserta armoniosamente en una comunión donde el tú y el yo no se entienden sin ser nosotros, destruyendo así la soledad y el doloroso vacío del corazón.

Nuestra comunión quiere ser seno donde se testimonie la dimensión materna de la Iglesia, donde los hijos de Dios envueltos en caridad y en esperanza sean alumbrados y se sientan invitados a descubrir la grandeza y la belleza de la vida humana llamada a ser presencia del Amor de Cristo aquí y ahora.


Nuestra comunión quiere vivir unida al canto de María que proclama la grandeza y la fidelidad de Dios, así como la alegría de la criatura cuando se deja recrear por su Señor.

Llenas de agradecimiento



No puedo concluir mis palabras sino manifestando mi más profundo agradecimiento y amor al Santo Padre Benedicto XVI, padre, pastor, maestro, sucesor de Pedro, garantía de la comunión eclesial para vivir en la permanente novedad del Evangelio que primorosamente la gran Tradición eclesial ha conservado y transmitido desde la frescura de las primeras generaciones cristianas hasta nuestros días; gracias a los pastores que, configurados con Cristo, el Buen Pastor, velan sin descanso por cada uno en la gran fraternidad que constituye la Iglesia extendida por todo el mundo; gracias a todos los que desde la rica variedad de vocaciones y carismas suscitados por el Espíritu Santo nos hacéis presente a Cristo; y permitidme que asimismo muestre mi agradecimiento a mis hermanas, la pequeña heredad en la que Dios ha querido que viva mi consagración: acogiendo y ofreciéndonos el perdón cada día, no queremos otra cosa que dejarnos hacer por las manos de Dios, el Hijo y el Espíritu Santo, con su infinita paciencia creadora.

Gracias a quienes hacéis posible que confesemos cada día con más asombro y gratitud: “Creo en Dios Padre, que con su amor omnipotente creó el cielo y la tierra como lugar de encuentro y diálogo amoroso con los hombres, a los que había destinado de antemano a vivir de y en la comunión del amor trinitario. Creo en Jesús, el Ungido, su Hijo único, nuestro Señor, que por nuestra causa nació de las entrañas virginales de María, fue bautizado, padeció, murió, fue sepultado, resucitó y subió al cielo para liberarnos del pecado y de la muerte y hacer que, como hijos, vivamos de y en la comunión del amor trinitario. Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que Cristo derramó de una manera nueva sobre los hombres para configurar la Iglesia, que, por medio de la comunión en las realidades santas, especialmente la Eucaristía y el perdón de los pecados, preludia en nuestra tierra y en nuestro tiempo la resurrección de la carne para que, elevada ésta a la altura de Dios, goce eternamente de la comunión del amor trinitario”.


Gracias, Jesucristo; gracias, Madre Iglesia.


Madre Verónica Berzosa 
Superiora general del Instituto «Iesu Communio»

No hay comentarios:

Publicar un comentario