Los jesuitas americanos lanzan una campaña para salvaguardar la presencia de niñas en el altar, un servicio en el cual los párrocos favorecen a los varones como los posibles sacerdotes del futuro
«Save the altar girls». La prestigiosa e influyente revista "America" de los jesuitas norteamericanos, que siempre ha estado cerca de las instancias más liberales del catolicismo made in USA, lanza una campaña para salvar a las monaguillas (las "altar girls"), penalizadas por los párrocos para favorecer a los varones por ser "los potenciales sacerdotes del futuro".
Los jesuitas, cuyos artículos no pasan desapercibidos en la otra orilla del Tiber, recuerdan que ayudar a misa no es un sacramento y ni siquiera un ministerio. Es simplemente un "servicio" abierto a todos, también a las laicas. La cuestión de las niñas monaguillas, de hecho, es exquisitamente "pastoral". Las primeras monaguillas hicieron su aparición poco después del Concilio Vaticano II, precisamente en países litúrgicamente más "progresistas", como en Estados Unidos, Holanda y Francia, dónde hasta 1994 esta "apertura" seguía siendo para las autoridades vaticanas un "abuso" tolerado. Para las muchachas entrar en el espacio del altar ha significado la conclusión de todas las atribuciones de impureza a su sexo, ha significado la posibilidad de vivir también ellas la relevante experiencia formativa en la educación religiosa, una atención diversa a la liturgia y un acercamiento a la fe poniéndose al lado de su corazón mismo.
A través de "America" su revista semanal, la Compañía de Jesús defiende la presencia en el altar de las monaguillas, sustituidas en algunas iglesias por muchachos de su misma edad (desde Phoenix en Arizona a Lincoln en Nebraska), por decisión de los párrocos. Los jesuitas contrastan la tendencia "maschista" que empuja a algunos sacerdotes a excluir durante las misas la presencia de muchachas "monaguillas". El alejamiento de las muchachas de esta función ha sido justificado en algunas parroquias con la necesidad de favorecer la implicación en ese papel de los chicos para incentivar el camino de la fe hacia una eventual vocación sacerdotal.
Juan Pablo II fue el primer Papa, en 1995, asistido por monaguillas, (un año después de la emanación de la nota del Culto Divino a propósito de la posibilidad de que las mujeres prestaran el servicio al altar) y lo mismo hizo Benedicto XVI. El 5 de noviembre de 1995, de hecho , tuvo lugar una pequeña revolución histórico-litúrgica entorno al Papa. Por primera vez, en una parroquia romana, cuatro niñas ayudaron en una misa celebrada por Karol Wojtyla. Nunca en el pasado, en una iglesia italiana y menos en Roma, el Pontífice había sido asistido por muchachas durante la Eucaristía, aunque la aprobación por parte del Vaticano de las monaguillas se remontara a marzo de 1994. Antes del 94, la presencia de las niñas en los altares había sido autónomamente decidida por algunos párrocos, con el tácito consentimiento de algún obispo valiente. El mismo Papa polaco durante los viajes al extranjero, fue más de una vez "ayudado" en el altar por grupos de muchachas. La mañana del 5 de noviembre de 1995 el hielo fue roto en la parroquia de los "Santos Mártires Mario y Familia", del barrio Romanina, en el extrarradio de la capital, dónde Karol Wojtyla celebró asistido por Michela, Eleonora, Giovanna y Serena. Las muchachas, todas de once años, sirvieron con gran naturalidad a misa junto a algunos monaguillos, circundados por sacerdotes celebrantes y por el entonces cardenal vicario Camillo Ruini. Niñas y niños llevaban puesto el "tarcisiano", la característica túnica larga blanca con dos líneas laterales rojas, sin manifestar embarazo ni indecisión. Al final de la celebración, el párroco, don José Manfredi, comentó: "Para nosotros es normal que las niñas ayuden a misa. Hoy, para la celebración del Papa, hemos seleccionados a las más mayores". La Santa Sede se limitó a definir "normal que las niñas ayuden a misa al lado del Papa, porque lo prevé un documento vaticano", precisando que "esto no significa sin embargo que la Iglesia quiera reconsiderar su negación al sacerdocio femenino".
Ahora, la "contrarreforma" antimonaguillas hace enfadar a los jesuitas americanos. Han pasado casi veinte años desde que la Congregación Vaticana para el Culto Divino, tras haber estudiado largamente la cuestión, dio el "vía libre" formalmente a los obispos para autorizar a los sacerdotes a admitir a las niñas vestidas con la sobrepelliz blanca y sotana en el "presbiterio", que antes era zona sagrada dónde estaba prohibido absolutamente el acceso al sexo femenino. A fin de evitar la más mínima posibilidad de reivindicación del sacerdocio femenino, en El Vaticano en 1994 no perdió el tiempo para subrayar que tal decisión no cambiaba de ningún modo la actitud hacia el sacerdocio, que para la Iglesia Católica, siguía estando cerrado a las mujeres. En la historia de la Iglesia hay muchos ejemplos de sacerdotes que se convirtieron en tales a causa del servicio al altar realizado de pequeños como monaguillos. El servicio al altar ha sido para ellos una puerta hacia el sacerdocio.
Desde 1994, es una decisión discrecional de cada obispo permitir el acceso al servicio al altar a las muchachas. Para muchos en la iglesia esta concesión es un problema porque podría conllevar que las muchachas en un futuro soliciten la ordenación para ellas. En Agosto de 2010 el tema fue tratado en primera página por el Osservatore Romano con un artículo firmado por Lucetta Scaraffia titulado "A la escuela con los monaguillos" en el cual se leía que "la exclusión de las niñas del servicio al altar ha significado una desigualdad profunda en el interior de la educación católica". Y además: "Para las muchachas entrar en el espacio del altar ha significado el final de todas las atribuciones de impureza a su sexo". Ser de monaguillo constituye un modo intenso y responsable de vivir la propia identidad cristiana, una experiencia que no tiene igual, muy diversa de la lectura de las Sagradas Escrituras o de la asistencia a la catequesis, también estos son sin duda momentos centrales de una educación católica, subraya el cotidiano de la Santa Sede. "Pero ayudar a misa quiere decir asistir de cerca, aun más, colaborar directamente con el ministerio central de nuestra fe, y estar atentos a ello significa hacerse responsables del resultado de ese milagro constante que es cada celebración litúrgica –destaca Lucetta Scaraffia. Y ya se sabe que para los muchachitos la participación concreta, la experiencia, tienen un peso mucho mayor que el aprendizaje o la lección moral por sí mismos. También lo sabía una gran educadora como Maria Montessori, que llegó a hacer construir para sus alumnos objetos litúrgicos y altares en miniatura, dando lugar a la perplejidad de la Iglesia. Se pueden entender bien los problemas que suscitaba esta singular forma de educación a la vida religiosa, pero es interesante que la pedagoga hubiese acogido la importancia para los más jóvenes de este modo privilegiado de acercarse a la esfera de lo sagrado".
Ser monaguillo siempre ha sido percibido, de hecho, como un servicio pero a la vez como un privilegio porque lleva al corazón de la celebración litúrgica, al espacio del altar, en directo contacto con la Eucaristía. La exclusión de las niñas de todo esto, por el único motivo de pertenecer al sexo femenino, "ha pesado siempre mucho y ha significado una desigualdad profunda dentro de la educación católica, que por fortuna ha sido cancelada ya desde hace algún decenio". Aunque quizás muchos párrocos se han resignado a las monaguillas "sólo en ausencia de muchachos disponibles, para las jóvenes superar esta frontera ha sido muy importante, y de este modo efectivamente ha sido entendido".
V.I. /
Giacomo GaleazziCiudad del Vaticano
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